Aunque pudiera resultar sorprendente lo que está ocurriendo en la política madrileña durante los últimos meses, lo cierto es que la opinión pública parece permanecer impasibles ante el escandaloso escenario que han dibujado Esperanza Aguirre y Alberto Ruíz-Gallardón en las instituciones y entidades públicas de la Comunidad y el Ayuntamiento de Madrid.
La investigación del caso Gürtel desde la Audiencia Nacional ha desvelado una presunta red de corrupción vinculada a la dirección nacional del Partido Popular y a altos cargos de distintas comunidades autónomas gobernadas por el PP. Esta trama, por la que han sido imputados consejeros, alcaldes y diputados autonómicos del Partido Popular habría establecido un supuesto conglomerado de negocios para nutrirse de fondos de entidades públicas, en particular de algunos ayuntamientos y comunidades autónomas, como Madrid y Valencia.
Al mismo tiempo, en el seno de Caja Madrid se está librando una dura batalla entre los seguidores del alcalde Ruíz Gallardón, por un lado, y los de la presidenta Aguirre, por otro. Sin el menor pudor, los nombramientos y ceses paulatinos del Consejo de Administración y los cambios arbitrarios de la normativa de elección de los mismos centran sus objetivos en asegurar o tumbar mayorías afines a cada uno de los intereses en liza.
Y como remate, mientras todo esto ocurre, la Consejería del Interior de la Comunidad de Madrid, presidida por Francisco Granados, podría contar con su propio servicio de espionaje encargado de seguir, vigilar y redactar informes sobre los altos cargo del propio Partido Popular y quién sabe de quién más.
Estos hechos dejan al descubierto el verdadero fin y sentido de la acción política de los máximos gobernantes madrileños que, lejos de estar enfocada al servicio público y al interés general, parece tener como único objetivo la satisfacción de intereses privados, tanto personales como de los grupos a los que representan.
Sin embargo, da la sensación de que son muy pocos los ciudadanos a los que les produce estupor el uso en beneficio privado de lo que es público. Tal pasividad e indiferencia no parece justificable desde la desmovilización social, desde el acostumbramiento a los hechos ante similares episodios pasados o desde la peregrina excusa de “qué más da si todos son iguales”. Tiene que haber algo más.
En su definición literal, la corrupción es una práctica en las organizaciones, especialmente públicas, consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores; así lo define la RAE. Es por tanto la práctica de aquellos que utilizan los recursos públicos para su propio enriquecimiento, la de aquellos que se sirven de sus cargos oficiales para el control privado de las instituciones del Estado o la de esos otros que emplean los servicios institucionales para su propio interés o el de un grupo concreto.
Corrupción es por tanto no sólo la sustracción ilegal de fondos públicos sino que es cualquier práctica consistente en el uso de lo público en beneficio privado, sea o no delito. Por ello, hablamos de corrupción en el sistema cuando los representantes políticos actúan en función de intereses particulares, al margen del interés general.
Pero esta forma de actuar desde las instituciones públicas no es otra cosa sino el principio que inspira el sistema de la democracia neoliberal. Al igual que ocurre con el sistema de mercado capitalista, y a su imagen y semejanza, el sistema de la democracia liberal se basa en el convencimiento de que la búsqueda por parte del individuo de la satisfacción de sus necesidades e intereses particulares genera a su vez la satisfacción de necesidades e intereses colectivos. Así pues, nuestros parlamentos, senados, asambleas y plenos son lugares donde diversos intereses privados compiten entre sí por resultar mayoritarios, que no colectivos, eliminando el resto de opciones particulares, emulando de este modo el comportamiento de las empresas en los mercados competitivos.
De hecho, como su propio nombre indica, los partidos se erigen en representantes de parte de una sociedad dividida en clases sociales que compiten entre sí. En una sociedad entendida de esta forma, en la que unos grupos se enfrentan a otros dando al vencedor casi plenas capacidades para obrar en beneficio de su grupo y, generalmente, en perjuicio del resto, hablar de corrupción -del uso privado de lo público- es hablar de lo normal y lo cotidiano, haya o no delito.
Por lo tanto, el caso de Madrid, que es simple ejemplo de lo que ocurre a diario en todo el estado español, no es más que la consecuencia de una sociedad entendida como la suma de individuos particulares y aislados que compiten entre sí, como lobos para los hombres, buscando su propio bienestar en el de los demás, y su expresión materializada en el fondo y forma de sus instituciones públicas.
Paradójicamente, si superar esta sociedad corrupta requiere participar de sus instituciones corruptas, cualquiera que lo intente por esta vía es susceptible a su vez de convertirse en corrupto que legitimará cuando lo sea, y en su beneficio particular, no ya la corrupción del sistema, sino el sistema de la corrupción. Superar esta situación requerirá que las organizaciones transformadoras la denuncien y propongan principios y prácticas que no comprometan o traicionen su esencia.
Debiendo ser objeto de un análisis mucho más profundo, un cambio de la sociedad a través de las instituciones públicas requiere que estás sean sometidas a su democratización real a través de la participación efectiva y directa, en la mayor medida posible, de los ciudadanos en todas las estructuras de poder, ya sean públicas o privadas. Pero, para llegar a ello, es imprescindible afrontar esta tarea desde organizaciones que practiquen en su seno la misma democratización real y participación efectiva de sus miembros en los órganos de toma de decisiones.
De otra forma, y si es que consiguen superar los filtros y garantías impuestos para que formaciones de este tipo no accedan a las instituciones, un sistema concebido y preparado para ello, no tardará en encontrar la manera de pervertir el objetivo de éstas y de sustraer la voluntad transformadora de sus miembros.
Mientras todo esto no ocurra y la concepción neoliberal de la vida pública impregne hasta el último rincón de la sociedad, incluidas las prácticas de las organizaciones que aspiran al cambio, no debiera sorprendernos que la escandalosa situación de la política madrileña no genere una escandalosa respuesta en la ciudadanía madrileña. De extrañar sería que ocurriese lo contrario.
sábado, 25 de abril de 2009
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